Esta definición de ateísmo la he extraído de la obra El dogma católico, escrita por el teólogo Andrés Coll. Se trata de un antiguo libro de texto para el quinto curso del bachillerato, ajustado al cuestionario de religión aprobado en 1939. Han transcurrido setenta años y todavía hoy, en pleno siglo XXI, mucha gente comparte esa impresión tan negativa de los ateos. Se sigue estableciendo un binomio entre ateísmo e inmoralidad, surgido de la creencia de que en un mundo sin Dios no pueden existir auténticos principios morales. “Filósofos como Platón o Tomás de Aquino afirmaban que el ateísmo era intrínsecamente peligroso para la cultura social y política y que, por lo tanto, debía castigarse en tanto que delito contra la sociedad en su conjunto. Consideraban que había que excluir a los ateos de la política, reeducarlos a la fuerza e incluso, en algunos casos, condenarles a la muerte”, señala el profesor de Derecho Steven G. Gey. De hecho, las persecuciones a los ateos, por ser considerados una seria amenaza para la virtud cívica, han perdurado hasta bien entrado el siglo XIX. Se les negaban los derechos civiles y políticos que gozaban los creyentes. En Inglaterra, no podían testificar en un juicio ni ocupar un escaño parlamentario. Aunque si echamos una mirada a Estados Unidos comprobamos que allí no han cambiado mucho las cosas, a pesar de que constitucionalmente sea una nación laica. Los ateos están condenados al ostracismo social y político, debido a que la población es mayoritariamente religiosa y por tanto hay una enorme presión para que las creencias cristianas no puedan verse afectadas lo más mínimo. George Bush padre, en una entrevista que le realizó el periodista Robert Sherman, declaró: “Creo que los ateos no deberían ser considerados ciudadanos, ni deberían ser considerados patriotas. Esta es una nación que está bajo Dios”. Así pues, los ateos estadounidenses se sienten marginados, amenazados y perseguidos. Ni siquiera son tenidos en cuenta en la Constitución, puesto que ésta sólo protege los derechos y las libertades de los creyentes. El ateísmo es visto como una lacra social, aunque en varias encuestas públicas realizadas en Estados Unidos se constató que quienes más se oponen a la pena de muerte y a las intervenciones militares en el extranjero son los ateos.
¿Hay alguna base real para apoyar la afirmación de que el ateo es una persona inmoral o se trata de un viejo prejuicio sin fundamento?... Benjamin Beit-Hallahmi, catedrático de Psicología en la Universidad de Haifa, hace un concienzudo estudio en ‘Ateos: un perfil psicológico’, concluyendo que: “Los ateos son menos autoritarios y manipulables, menos dogmáticos, están menos prejuiciados, son más tolerantes, respetuosos con la ley, compasivos, conscientes y han recibido una formación mejor. Son sumamente inteligentes y muchos se dedican a la enseñanza o a la vida académica. En resumen: nos gustaría tenerlos de vecinos”. De ser así, parece que Dostoievski no estuvo muy acertado cuando dijo: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Además, la historia se ha encargado de demostrar que las religiones, que han defendido la existencia de Dios y presumen de seguir una elevada moral divina -de hecho, el clero se erige en autoridad moral-, han dado origen a los más execrables crímenes. No han sido capaces de contribuir a la pacificación de los pueblos, sino de provocar entre ellos serios conflictos, suscitando más división que unión y desestabilizando los cimientos de la sociedad. Las guerras de religión, con sus evidentes connotaciones políticas, han ocasionado millones de muertos. Lejos de impedir las guerras, en muchas ocasiones las religiones las han impulsado o apoyado para conseguir sus fines teocráticos y preservar sus privilegios, sin tener en cuenta la sangre derramada. Y no hablemos de la corrupción moral de muchos hombres religiosos, como esos curas pederastas cuyos ignominiosos abusos a menores han levantado un gran escándalo en los últimos años (ahí tenemos una de las más funestas consecuencias de la brutal represión sexual derivada de la moral católica). ¿Les ha servido de algo a esos curas los preceptos morales de su religión y la fe en Dios para ser mejores personas? En absoluto. Por eso, yo afirmo contrariamente a Dostoievski que si el ateísmo no existe, todo está permitido…
No hace falta más que consultar las estadísticas para comprobar lo falaz que resulta asociar el ateísmo con la inmoralidad. Fox y Levin (2000) y Fanjzylber et al. (2002) evidenciaron que los países con tasas de homicidios más altas eran todos muy religiosos con niveles de ateísmo estadísticamente poco o nada significativos. En cambio, los países con las tasas de homicidios más bajas tienden a ser países laicos con altos niveles de ateísmo. Datos que han sido corroborados por diversos estudios criminológicos que determinaron que las personas no-religiosas y las que no pertenecen a ninguna iglesia arrojan las tasas más bajas de criminalidad (Lombroso, 1911; Bonger, 1943; Von Hentig, 1948). En cuanto a la igualdad de género, los países con elevadas tasas de ateísmo son los más igualitarios del mundo, al contrario de lo que ocurre con los países más religiosos, pues son más discriminatorios. Los países en los que el ateísmo es mayor (como Suecia y Dinamarca) tienen más mujeres en los parlamentos, mientras que los países con menos mujeres en sus parlamentos son más religiosos (como Pakistán o Nigeria). En el Informe sobre Desarrollo Humano (2004) de las Naciones Unidas, vemos que los países que ocupan los puestos superiores en cuanto a desarrollo humano (esperanza de vida, tasas de alfabetización, avances educativos, etc.) son Noruega, Suecia, Australia, Canadá y los Países Bajos. Pues bien, en todos ellos se registran niveles elevados de ateísmo. Mientras que los países que están en la cola de la lista carecen de porcentajes de ateísmo estadísticamente significativos. Phil Zuckerman, catedrático de Sociología en el Pitzer College, deduce de todo ello que “los países con mayores niveles de ateísmo son los que gozan de mejor salud social, mientras que las sociedades caracterizadas por la inexistencia de ateísmo son las sociedades menos saludables”. Estos datos deberían hacernos reflexionar…
Hay mucha gente que sustenta su moralidad en la Biblia. Consideran que sus páginas encierran una moral suprema ya que ha sido revelada por voluntad divina. Por eso muchos padres permiten que sus hijos se eduquen y se formen como personas a través de las enseñanzas bíblicas, pues creen que no existe mejor guía moral. Sin embargo, cuando consultamos determinados pasajes del Antiguo Testamento, nos llama poderosamente la atención el tipo de moral que exige ese Dios todopoderoso y misericordioso (?) en el que creen millones de personas. Por ejemplo, en Deuteronomio 21, 18-21, leemos: “Si uno tiene un hijo indócil y rebelde que no quiere oír la voz de su padre ni la de su madre y, aun después de haberle castigado, tampoco obedece (…) Entonces todos sus conciudadanos lo lapidarán hasta darle muerte”. En Levítico 20,13: “Si un hombre se acuesta con otro hombre, como se hace con una mujer, ambos cometen una abominación y serán castigados con la muerte; caiga su sangre sobre ellos”. En Números 15, 32-36: “Cuando los hijos de Israel estaban en el desierto, sorprendieron a un hombre recogiendo leña en sábado (…) Yavé dijo a Moisés: ‘Este hombre debe morir; sea lapidado por toda la comunidad fuera del campamento’. Toda la comunidad lo hizo salir del campamento y lo apedreó hasta la muerte, según había prescrito Yavé a Moisés”. ¿Y ese Dios es el modelo de perfección?... “La intolerancia y el espíritu de persecución son la esencia de toda secta que tenga al cristianismo como base: un Dios cruel, parcial, que se irrita por las opiniones de los hombres, no puede concordar con una religión dulce y humana”, sentenció el genial filósofo Barón d’Holbach. Lean, por cierto, Los pésimos ejemplos de Dios (2008), magnífica obra del periodista Pepe Rodríguez que examina al detalle el comportamiento sádico, vengativo, justiciero y celoso de un dios que ha guiado durante siglos la cultura occidental. El Nuevo Testamento tampoco está exento de actos inmorales justificados por la fe. Ni siquiera el propio Jesús evitó comportarse en ocasiones de una manera que hoy calificaríamos de inmoral. El desprecio y la indiferencia con que solía tratar a su madre no son propios de un buen hijo. Sus amenazas e injurias a quienes no compartían sus opiniones o cuestionaban su misión profética y mesiánica eran excesivas tratándose supuestamente de un hombre justo y piadoso. Por no hablar de su regocijo anunciando que los pecadores serían arrojados a un horno ardiente. Incluso veía bien la condena a muerte para quien maldijera a sus padres. Y su actitud violenta hacia los mercaderes que se ganaban la vida en las inmediaciones del templo no es precisamente predicar con el ejemplo. Además, exigía acciones que no son muy éticas sino más bien sectarias, pues crearían serias rupturas familiares. Leamos lo que dice en Mateo, 10, 34-38: “No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Algo parecido leemos también en Lucas 14, 26: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser discípulo mío”.
¿Es, por tanto, la moral bíblica útil para la sociedad? ¿Contribuye la religión en algo al progreso moral del hombre?... El biólogo Richard Dawkins lo tiene claro: “La Biblia no es el tipo de libro que uno daría a sus hijos para formar su moral (…) ¿Tienen esas personas que utilizan la Biblia como inspiración para la rectitud moral la más ligera noción de lo que realmente está escrito en ella?”. Sinceramente, yo no confiaría en alguien que afirme ser un fiel cumplidor de los preceptos bíblicos. Lo vería como un sujeto sumamente peligroso. Ya sabemos cómo se las gastan los fundamentalistas cristianos cuando llevan a la práctica sus radicales ideas inspiradas en la Biblia. En ese sentido, nada les diferencia de los fundamentalistas islámicos, cuyo libro sagrado -el Corán- también está saturado de repudiables preceptos divinos. En nombre de Dios o de Alá se siguen cometiendo las mayores salvajadas. Y lo peor de todo, es que los responsables de esos actos son personas que si no hubiesen estado excesivamente influidos por la religión -que actúa a modo de droga letal envenenando las neuronas- jamás habrían sido capaces de cometerlos. Como apunta el físico Steven Weinberg: “La gente buena hará cosas buenas, y la gente mala hará cosas malas. Pero para que la gente buena haga cosas malas se necesita la religión”. Por tanto, es la fe la que inspira esa clase de violencia, no la naturaleza humana per se, como quieren hacernos creer quienes tratan por todos los medios de exculpar a la religión de ser la causante de tanto horror. La propia naturaleza humana, por muy sombría que sea, no hace que un grupo de hombres de clase media, padres de familia y con una buena formación cultural decidan un buen día secuestrar varios aviones para estrellarlos contra edificios repletos de gente inocente, inmolándose ellos mismos en la acción. La promesa coránica sobre un paraíso celestial y el valor sagrado de la yihad (guerra santa) sí son estímulos suficientes para que el integrista musulmán, convencido de ser un elegido de Alá, actúe motivado por un poderoso impulso sectario y no sopese las consecuencias destructivas de su fe ciega ni la cantidad de sufrimiento que ocasionará su abominable acto. “¡Creyentes! Hacedles la guerra a los infieles y a los hipócritas que moran entre vosotros. Enfrentaos a ellos con dureza. Sabed que Alá está con los justos”, leemos en el Corán (9:73). El ataque terrorista del 11-S se puede justificar plenamente echando mano del libro sagrado del Islam, del mismo modo que los inquisidores justificaban sus torturas contra los herejes recurriendo a algún texto bíblico. Hay pasajes de sobra en ambos libros para ser interpretados literalmente por cualquier fanático religioso que en un momento determinado decide perpetrar un atentado suicida creyendo actuar por designio divino. En su obra Por qué no soy musulmán, Ibn Warraq (seudónimo de un ex-musulmán del mundo académico) afirma: “Cristianos y musulmanes, todos ellos han sido culpables de la crueldad más espantosa, mientras que han existido miles de ateos que no sólo han llevado una vida intachable, sino que han trabajado desinteresadamente por el bien de sus semejantes”. ¡Cuánta razón tiene!...
Lo aconsejable, por nuestro bien, sería defender una moral natural totalmente desligada de la religión y fundamentada en la razón. Una moral sana, independiente, basada en la bondad innata del hombre, en nuestro instinto altruista y en la compasión que sentimos hacia nuestros semejantes -la ayuda humanitaria es hija de la Ilustración, no de la religión-, y no una moral dosificada por los ministros de Dios -o traficantes de almas- que prometen recompensas eternas y amenazan con un castigo eterno si no se cumplen a rajatabla sus mandatos. “Si la gente es buena solo porque teme el castigo y espera una recompensa, somos efectivamente un grupo lamentable”, dijo Einstein. La moral que surge de ahí sí que es perniciosa. No es de extrañar que esa moral irracional, enfermiza y mortífera, nacida del miedo y de la coacción, haya dado frutos tan perversos como la Inquisición o las Cruzadas. Y que aún hoy, esa misma moral opresiva siga motivando sentimientos misóginos y homofóbicos, coartando las libertades individuales y conculcando impunemente los derechos humanos más elementales.
“El problema de la moralidad religiosa es que frecuentemente lleva a que la gente se preocupe de cosas equivocadas, obligándola a tomar decisiones que perpetúan, sin necesidad, el sufrimiento humano. Véase el caso de la Iglesia católica: es una institución que excomulga a las mujeres que quieren ser sacerdotes, pero no excomulga a los sacerdotes varones que violan niños. La Iglesia está más preocupada por detener la contraconcepción que por detener el genocidio. Le preocupa más el matrimonio de los homosexuales que la proliferación nuclear. Cuando nos damos cuenta que la moralidad trata de cuestiones de bienestar humano y animal, vemos que la Iglesia católica tiene tanta confusión sobre temas morales como sobre cuestiones de cosmología. No ofrece un marco moral alternativo; ofrece un marco falso”, asevera el filósofo Sam Harris, autor de El fin de la fe. Religión, terror, y el futuro de la razón (2004). El ateo no necesita a Dios ni a la religión para cultivar la bondad moral. No se vuelve perverso ni criminal por negar la existencia de un mundo trascendente. Quizás por haber aceptado su finitud, se preocupe más de lo que hay aquí abajo, de vivir el presente, porque no espera paraísos ni infiernos post-mortem. Lamentablemente, hay mucha gente que no se ha dado cuenta de que existe una vida antes de la muerte. Por eso, la actitud del ateo es más tolerante y humilde que la del creyente, que se cree en posesión de una verdad revelada por Dios y vive convencido de que su fe es una gracia divina. Más de uno me ha dicho: “Rezaré por ti para que recobres la fe”. ¡Menuda arrogancia!... Pero ¡ojo!, ser ateo no significa despreciar la espiritualidad, la música sacra, el arte religioso… El ateo puede deleitarse leyendo a San Juan de la Cruz, estudiando los evangelios gnósticos o investigando el mundo de la milagrería popular y de los fenómenos místicos, como es mi caso. Su lucha es contra el oscurantismo, la superstición, el fanatismo y las falacias religiosas. “La espiritualidad es demasiado importante como para dejarla en manos de los fundamentalismos”, afirma el filósofo ateo André Comte-Sponville. En su obra El alma del ateísmo (2006), propone una espiritualidad laica, sin Dios, sin dogmas y sin Iglesia. “Carecer de religión no es una razón para renunciar a toda vida espiritual”, advierte. Aprendamos a distinguir entre religión y espiritualidad. Son dos cosas muy distintas. Por supuesto que un ateo puede llevar una vida espiritual, sin apego a lo material, aunque sea un defensor a ultranza del materialismo filosófico. Incluso suele tener más conocimiento de religión que las personas religiosas, como ha demostrado una reciente encuesta. Tal vez, por estudiar el problema religioso a fondo, por abordarlo desde un enfoque racional, ha desembocado finalmente en el ateísmo. ¡Y eso está bien! De hecho, fue lo que a mí me ocurrió… Sin embargo, hay muchísimos creyentes que tienen la Biblia como adorno encima de una estantería. Jamás le han echado un vistazo. Ignoran los fundamentos de sus propias creencias. No saben nada de teología ni conocen los orígenes del cristianismo. Sus convicciones religiosas no están basadas en reflexiones intelectuales de ningún tipo, sino que las han heredado de la familia y del entorno. “La familia y la escuela son los dos grandes pilares que ayudan a propagar el virus de la religión en la sociedad (…) En la infancia, cuando las mentes están más abiertas y son más moldeables, es cuando resulta más sencillo inocular la creencia en Dios”, aseguran el historiador Gabriel García Voltà y el geólogo Joan Carles Marset en Probablemente Dios no existe (2009). Es más, hay muchísimos creyentes instalados cómodamente en la fe que no sienten atracción alguna por las cuestiones profundas de la vida, ni por la búsqueda de la verdad, ni por los misterios que nos rodean, ni por la reflexión filosófica, ni por el conocimiento científico y ni siquiera por el inmenso placer que produce observar el firmamento en todo su esplendor, algo que hace sentirnos seres insignificantes ante el inmenso universo sobre el que ignoramos tantas cosas (hay algo de misticismo en todo eso y no me resulta nada extraño que Nietzsche dijera: “Soy místico y no creo en nada”). En fin, se consideran personas de fe porque asisten de vez en cuando a misa, salen a ver las procesiones de Semana Santa y rezan con relativa frecuencia, pero realmente viven muy alejados de la espiritualidad. Ni siquiera se preocupan por el bienestar de sus semejantes. La fe en Dios no les convierte en seres virtuosos y sabios. Y es que no se necesita ninguna fe para saber elegir el amor en vez del odio, la justicia en vez de la injusticia, la paz en vez de la violencia, la generosidad en vez del egoísmo. ¡Nadie roba o asesina por haber perdido la fe! ¡Ni nadie practica más la caridad por tener fe!... Hay muchísimas personas solidarias que no actúan motivadas por un impulso religioso, sino por ayudar humanamente a sus semejantes. Y eso sí es lo correcto. “Todas estas reglas se le ocurrieron a la gente mucho antes de cualquier contacto con las grandes religiones monoteístas, lo cual parece indicar que el conocimiento moral no surge de la revelación, sino de las experiencias de los seres humanos al vivir juntos, que les han enseñado que deben ajustar su conducta en función de los derechos de los demás”, aclara la filósofa Elizabeth Anderson en su excelente ensayo ‘Si Dios ha muerto, ¿todo está permitido?’.
Está demostrado hasta la saciedad que toda moralidad que surge de la religión es nociva y contraria a la naturaleza. No contribuye a la felicidad humana, por su carácter represivo y alienante. Resulta además incompatible con la razón y el progreso humano. Ciertamente, las normas morales que se extraen de las leyes divinas son insanas. No hay ninguna virtud especial en eso que llamamos fe, porque está visto que puede convertirse en una peligrosa arma capaz de cometer toda clase de crueldades. “Yo estoy tan firmemente convencido de que las religiones hacen daño, como lo estoy de que son falsas”, afirmó el filósofo Bertrand Russell. Suscribo sus palabras. El humanismo secular o laico sería, desde mi punto de vista, un eficaz antídoto ético para garantizar una convivencia pacífica y tolerante, para compartir un sentido de responsabilidad moral y social, y para mitigar los dañinos efectos que produce el fanatismo religioso, que ahora más que nunca se ha convertido en una grave amenaza para la supervivencia humana. El filósofo Michel Onfray nos ofrece la solución al problema: “Deconstruir los monoteísmos, desmitificar el judeocristianismo -también el Islam, por supuesto-, luego desmontar la teocracia: éstas son las tres tareas inaugurales para la ateología. A partir de ellas será posible elaborar un nuevo orden ético y crear en Occidente las condiciones para una verdadera moral poscristiana donde el cuerpo deje de ser un castigo y la tierra un valle de lágrimas, la vida una catástrofe, el placer un pecado, las mujeres una maldición, la inteligencia una presunción y la voluptuosidad una condena”. Sin duda, hace falta una moral racional y un espíritu crítico que pongan freno a la fe dogmática que todavía intenta actuar como mecanismo de control en una sociedad plural y democrática que aspira a su secularización definitiva. Hay que extirpar esa moral judeocristiana, castrante y abusiva que sigue girando en torno a viejas quimeras teológicas si queremos saborear las libertades individuales e igualdades que ofrece el laicismo y tomar conscientemente las riendas de nuestro propio destino, abandonando para siempre los ridículos temores metafísicos que han subyugado al ser humano desde la noche de los tiempos. El empeño del pensamiento ilustrado por conquistar la libertad intelectual y moral sigue vigente. Y está en juego la dignidad humana. Es momento, pues, de saber elegir: o la luz de la razón o las tinieblas de la religión. Por eso considero que el siglo XXII será ateo o no será…