martes 12 de octubre de 2010

ATEÍSMO Y MORAL: UNA ASIGNATURA PENDIENTE

Ateísmo: Es la negación de Dios. Sus daños son: 1º Viola los principios de la razón humana, ya que ella, aun sola, tiene alientos para demostrar la existencia divina. 2º Corrompe la moralidad de las acciones humanas, negando la Ley moral y su Legislador divino. 3º Arruina el orden social, convirtiendo a los hombres en fieras, que se acechan, se acosan y se despedazan. 4º Degrada al hombre, reduciéndole a la condición de bestia. 5º Desprecia el testimonio de todos los pueblos, que ya cultos, ya salvajes, admitieron siempre la existencia de Dios”.

Esta definición de ateísmo la he extraído de la obra El dogma católico, escrita por el teólogo Andrés Coll. Se trata de un antiguo libro de texto para el quinto curso del bachillerato, ajustado al cuestionario de religión aprobado en 1939. Han transcurrido setenta años y todavía hoy, en pleno siglo XXI, mucha gente comparte esa impresión tan negativa de los ateos. Se sigue estableciendo un binomio entre ateísmo e inmoralidad, surgido de la creencia de que en un mundo sin Dios no pueden existir auténticos principios morales. “Filósofos como Platón o Tomás de Aquino afirmaban que el ateísmo era intrínsecamente peligroso para la cultura social y política y que, por lo tanto, debía castigarse en tanto que delito contra la sociedad en su conjunto. Consideraban que había que excluir a los ateos de la política, reeducarlos a la fuerza e incluso, en algunos casos, condenarles a la muerte”, señala el profesor de Derecho Steven G. Gey. De hecho, las persecuciones a los ateos, por ser considerados una seria amenaza para la virtud cívica, han perdurado hasta bien entrado el siglo XIX. Se les negaban los derechos civiles y políticos que gozaban los creyentes. En Inglaterra, no podían testificar en un juicio ni ocupar un escaño parlamentario. Aunque si echamos una mirada a Estados Unidos comprobamos que allí no han cambiado mucho las cosas, a pesar de que constitucionalmente sea una nación laica. Los ateos están condenados al ostracismo social y político, debido a que la población es mayoritariamente religiosa y por tanto hay una enorme presión para que las creencias cristianas no puedan verse afectadas lo más mínimo. George Bush padre, en una entrevista que le realizó el periodista Robert Sherman, declaró: “Creo que los ateos no deberían ser considerados ciudadanos, ni deberían ser considerados patriotas. Esta es una nación que está bajo Dios”. Así pues, los ateos estadounidenses se sienten marginados, amenazados y perseguidos. Ni siquiera son tenidos en cuenta en la Constitución, puesto que ésta sólo protege los derechos y las libertades de los creyentes. El ateísmo es visto como una lacra social, aunque en varias encuestas públicas realizadas en Estados Unidos se constató que quienes más se oponen a la pena de muerte y a las intervenciones militares en el extranjero son los ateos.

¿Hay alguna base real para apoyar la afirmación de que el ateo es una persona inmoral o se trata de un viejo prejuicio sin fundamento?... Benjamin Beit-Hallahmi, catedrático de Psicología en la Universidad de Haifa, hace un concienzudo estudio en ‘Ateos: un perfil psicológico’, concluyendo que: “Los ateos son menos autoritarios y manipulables, menos dogmáticos, están menos prejuiciados, son más tolerantes, respetuosos con la ley, compasivos, conscientes y han recibido una formación mejor. Son sumamente inteligentes y muchos se dedican a la enseñanza o a la vida académica. En resumen: nos gustaría tenerlos de vecinos”. De ser así, parece que Dostoievski no estuvo muy acertado cuando dijo: “Si Dios no existe, todo está permitido”. Además, la historia se ha encargado de demostrar que las religiones, que han defendido la existencia de Dios y presumen de seguir una elevada moral divina -de hecho, el clero se erige en autoridad moral-, han dado origen a los más execrables crímenes. No han sido capaces de contribuir a la pacificación de los pueblos, sino de provocar entre ellos serios conflictos, suscitando más división que unión y desestabilizando los cimientos de la sociedad. Las guerras de religión, con sus evidentes connotaciones políticas, han ocasionado millones de muertos. Lejos de impedir las guerras, en muchas ocasiones las religiones las han impulsado o apoyado para conseguir sus fines teocráticos y preservar sus privilegios, sin tener en cuenta la sangre derramada. Y no hablemos de la corrupción moral de muchos hombres religiosos, como esos curas pederastas cuyos ignominiosos abusos a menores han levantado un gran escándalo en los últimos años (ahí tenemos una de las más funestas consecuencias de la brutal represión sexual derivada de la moral católica). ¿Les ha servido de algo a esos curas los preceptos morales de su religión y la fe en Dios para ser mejores personas? En absoluto. Por eso, yo afirmo contrariamente a Dostoievski que si el ateísmo no existe, todo está permitido…

LA INQUISICIÓN Y SUS INFALIBLES MÉTODOS "MORALES"

No hace falta más que consultar las estadísticas para comprobar lo falaz que resulta asociar el ateísmo con la inmoralidad. Fox y Levin (2000) y Fanjzylber et al. (2002) evidenciaron que los países con tasas de homicidios más altas eran todos muy religiosos con niveles de ateísmo estadísticamente poco o nada significativos. En cambio, los países con las tasas de homicidios más bajas tienden a ser países laicos con altos niveles de ateísmo. Datos que han sido corroborados por diversos estudios criminológicos que determinaron que las personas no-religiosas y las que no pertenecen a ninguna iglesia arrojan las tasas más bajas de criminalidad (Lombroso, 1911; Bonger, 1943; Von Hentig, 1948). En cuanto a la igualdad de género, los países con elevadas tasas de ateísmo son los más igualitarios del mundo, al contrario de lo que ocurre con los países más religiosos, pues son más discriminatorios. Los países en los que el ateísmo es mayor (como Suecia y Dinamarca) tienen más mujeres en los parlamentos, mientras que los países con menos mujeres en sus parlamentos son más religiosos (como Pakistán o Nigeria). En el Informe sobre Desarrollo Humano (2004) de las Naciones Unidas, vemos que los países que ocupan los puestos superiores en cuanto a desarrollo humano (esperanza de vida, tasas de alfabetización, avances educativos, etc.) son Noruega, Suecia, Australia, Canadá y los Países Bajos. Pues bien, en todos ellos se registran niveles elevados de ateísmo. Mientras que los países que están en la cola de la lista carecen de porcentajes de ateísmo estadísticamente significativos. Phil Zuckerman, catedrático de Sociología en el Pitzer College, deduce de todo ello que “los países con mayores niveles de ateísmo son los que gozan de mejor salud social, mientras que las sociedades caracterizadas por la inexistencia de ateísmo son las sociedades menos saludables”. Estos datos deberían hacernos reflexionar…

Hay mucha gente que sustenta su moralidad en la Biblia. Consideran que sus páginas encierran una moral suprema ya que ha sido revelada por voluntad divina. Por eso muchos padres permiten que sus hijos se eduquen y se formen como personas a través de las enseñanzas bíblicas, pues creen que no existe mejor guía moral. Sin embargo, cuando consultamos determinados pasajes del Antiguo Testamento, nos llama poderosamente la atención el tipo de moral que exige ese Dios todopoderoso y misericordioso (?) en el que creen millones de personas. Por ejemplo, en Deuteronomio 21, 18-21, leemos: “Si uno tiene un hijo indócil y rebelde que no quiere oír la voz de su padre ni la de su madre y, aun después de haberle castigado, tampoco obedece (…) Entonces todos sus conciudadanos lo lapidarán hasta darle muerte”. En Levítico 20,13: “Si un hombre se acuesta con otro hombre, como se hace con una mujer, ambos cometen una abominación y serán castigados con la muerte; caiga su sangre sobre ellos”. En Números 15, 32-36: “Cuando los hijos de Israel estaban en el desierto, sorprendieron a un hombre recogiendo leña en sábado (…) Yavé dijo a Moisés: ‘Este hombre debe morir; sea lapidado por toda la comunidad fuera del campamento’. Toda la comunidad lo hizo salir del campamento y lo apedreó hasta la muerte, según había prescrito Yavé a Moisés”. ¿Y ese Dios es el modelo de perfección?... “La intolerancia y el espíritu de persecución son la esencia de toda secta que tenga al cristianismo como base: un Dios cruel, parcial, que se irrita por las opiniones de los hombres, no puede concordar con una religión dulce y humana”, sentenció el genial filósofo Barón d’Holbach. Lean, por cierto, Los pésimos ejemplos de Dios (2008), magnífica obra del periodista Pepe Rodríguez que examina al detalle el comportamiento sádico, vengativo, justiciero y celoso de un dios que ha guiado durante siglos la cultura occidental. El Nuevo Testamento tampoco está exento de actos inmorales justificados por la fe. Ni siquiera el propio Jesús evitó comportarse en ocasiones de una manera que hoy calificaríamos de inmoral. El desprecio y la indiferencia con que solía tratar a su madre no son propios de un buen hijo. Sus amenazas e injurias a quienes no compartían sus opiniones o cuestionaban su misión profética y mesiánica eran excesivas tratándose supuestamente de un hombre justo y piadoso. Por no hablar de su regocijo anunciando que los pecadores serían arrojados a un horno ardiente. Incluso veía bien la condena a muerte para quien maldijera a sus padres. Y su actitud violenta hacia los mercaderes que se ganaban la vida en las inmediaciones del templo no es precisamente predicar con el ejemplo. Además, exigía acciones que no son muy éticas sino más bien sectarias, pues crearían serias rupturas familiares. Leamos lo que dice en Mateo, 10, 34-38: “No penséis que vine a traer paz sobre la tierra; no vine a traer paz, sino espada. Porque vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra. Enemigos del hombre, los de su casa. El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Algo parecido leemos también en Lucas 14, 26: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

¿REALMENTE LA BIBLIA FOMENTA UNA MORAL SANA?

¿Es, por tanto, la moral bíblica útil para la sociedad? ¿Contribuye la religión en algo al progreso moral del hombre?... El biólogo Richard Dawkins lo tiene claro: “La Biblia no es el tipo de libro que uno daría a sus hijos para formar su moral (…) ¿Tienen esas personas que utilizan la Biblia como inspiración para la rectitud moral la más ligera noción de lo que realmente está escrito en ella?”. Sinceramente, yo no confiaría en alguien que afirme ser un fiel cumplidor de los preceptos bíblicos. Lo vería como un sujeto sumamente peligroso. Ya sabemos cómo se las gastan los fundamentalistas cristianos cuando llevan a la práctica sus radicales ideas inspiradas en la Biblia. En ese sentido, nada les diferencia de los fundamentalistas islámicos, cuyo libro sagrado -el Corán- también está saturado de repudiables preceptos divinos. En nombre de Dios o de Alá se siguen cometiendo las mayores salvajadas. Y lo peor de todo, es que los responsables de esos actos son personas que si no hubiesen estado excesivamente influidos por la religión -que actúa a modo de droga letal envenenando las neuronas- jamás habrían sido capaces de cometerlos. Como apunta el físico Steven Weinberg: “La gente buena hará cosas buenas, y la gente mala hará cosas malas. Pero para que la gente buena haga cosas malas se necesita la religión”. Por tanto, es la fe la que inspira esa clase de violencia, no la naturaleza humana per se, como quieren hacernos creer quienes tratan por todos los medios de exculpar a la religión de ser la causante de tanto horror. La propia naturaleza humana, por muy sombría que sea, no hace que un grupo de hombres de clase media, padres de familia y con una buena formación cultural decidan un buen día secuestrar varios aviones para estrellarlos contra edificios repletos de gente inocente, inmolándose ellos mismos en la acción. La promesa coránica sobre un paraíso celestial y el valor sagrado de la yihad (guerra santa) sí son estímulos suficientes para que el integrista musulmán, convencido de ser un elegido de Alá, actúe motivado por un poderoso impulso sectario y no sopese las consecuencias destructivas de su fe ciega ni la cantidad de sufrimiento que ocasionará su abominable acto. “¡Creyentes! Hacedles la guerra a los infieles y a los hipócritas que moran entre vosotros. Enfrentaos a ellos con dureza. Sabed que Alá está con los justos”, leemos en el Corán (9:73). El ataque terrorista del 11-S se puede justificar plenamente echando mano del libro sagrado del Islam, del mismo modo que los inquisidores justificaban sus torturas contra los herejes recurriendo a algún texto bíblico. Hay pasajes de sobra en ambos libros para ser interpretados literalmente por cualquier fanático religioso que en un momento determinado decide perpetrar un atentado suicida creyendo actuar por designio divino. En su obra Por qué no soy musulmán, Ibn Warraq (seudónimo de un ex-musulmán del mundo académico) afirma: “Cristianos y musulmanes, todos ellos han sido culpables de la crueldad más espantosa, mientras que han existido miles de ateos que no sólo han llevado una vida intachable, sino que han trabajado desinteresadamente por el bien de sus semejantes”. ¡Cuánta razón tiene!...

Lo aconsejable, por nuestro bien, sería defender una moral natural totalmente desligada de la religión y fundamentada en la razón. Una moral sana, independiente, basada en la bondad innata del hombre, en nuestro instinto altruista y en la compasión que sentimos hacia nuestros semejantes -la ayuda humanitaria es hija de la Ilustración, no de la religión-, y no una moral dosificada por los ministros de Dios -o traficantes de almas- que prometen recompensas eternas y amenazan con un castigo eterno si no se cumplen a rajatabla sus mandatos. “Si la gente es buena solo porque teme el castigo y espera una recompensa, somos efectivamente un grupo lamentable”, dijo Einstein. La moral que surge de ahí sí que es perniciosa. No es de extrañar que esa moral irracional, enfermiza y mortífera, nacida del miedo y de la coacción, haya dado frutos tan perversos como la Inquisición o las Cruzadas. Y que aún hoy, esa misma moral opresiva siga motivando sentimientos misóginos y homofóbicos, coartando las libertades individuales y conculcando impunemente los derechos humanos más elementales.


LAS RELIGIONES NO CONTRIBUYEN A LA PAZ DEL HOMBRE

“El problema de la moralidad religiosa es que frecuentemente lleva a que la gente se preocupe de cosas equivocadas, obligándola a tomar decisiones que perpetúan, sin necesidad, el sufrimiento humano. Véase el caso de la Iglesia católica: es una institución que excomulga a las mujeres que quieren ser sacerdotes, pero no excomulga a los sacerdotes varones que violan niños. La Iglesia está más preocupada por detener la contraconcepción que por detener el genocidio. Le preocupa más el matrimonio de los homosexuales que la proliferación nuclear. Cuando nos damos cuenta que la moralidad trata de cuestiones de bienestar humano y animal, vemos que la Iglesia católica tiene tanta confusión sobre temas morales como sobre cuestiones de cosmología. No ofrece un marco moral alternativo; ofrece un marco falso”, asevera el filósofo Sam Harris, autor de El fin de la fe. Religión, terror, y el futuro de la razón (2004). El ateo no necesita a Dios ni a la religión para cultivar la bondad moral. No se vuelve perverso ni criminal por negar la existencia de un mundo trascendente. Quizás por haber aceptado su finitud, se preocupe más de lo que hay aquí abajo, de vivir el presente, porque no espera paraísos ni infiernos post-mortem. Lamentablemente, hay mucha gente que no se ha dado cuenta de que existe una vida antes de la muerte. Por eso, la actitud del ateo es más tolerante y humilde que la del creyente, que se cree en posesión de una verdad revelada por Dios y vive convencido de que su fe es una gracia divina. Más de uno me ha dicho: “Rezaré por ti para que recobres la fe”. ¡Menuda arrogancia!... Pero ¡ojo!, ser ateo no significa despreciar la espiritualidad, la música sacra, el arte religioso… El ateo puede deleitarse leyendo a San Juan de la Cruz, estudiando los evangelios gnósticos o investigando el mundo de la milagrería popular y de los fenómenos místicos, como es mi caso. Su lucha es contra el oscurantismo, la superstición, el fanatismo y las falacias religiosas. “La espiritualidad es demasiado importante como para dejarla en manos de los fundamentalismos”, afirma el filósofo ateo André Comte-Sponville. En su obra El alma del ateísmo (2006), propone una espiritualidad laica, sin Dios, sin dogmas y sin Iglesia. “Carecer de religión no es una razón para renunciar a toda vida espiritual”, advierte. Aprendamos a distinguir entre religión y espiritualidad. Son dos cosas muy distintas. Por supuesto que un ateo puede llevar una vida espiritual, sin apego a lo material, aunque sea un defensor a ultranza del materialismo filosófico. Incluso suele tener más conocimiento de religión que las personas religiosas, como ha demostrado una reciente encuesta. Tal vez, por estudiar el problema religioso a fondo, por abordarlo desde un enfoque racional, ha desembocado finalmente en el ateísmo. ¡Y eso está bien! De hecho, fue lo que a mí me ocurrió… Sin embargo, hay muchísimos creyentes que tienen la Biblia como adorno encima de una estantería. Jamás le han echado un vistazo. Ignoran los fundamentos de sus propias creencias. No saben nada de teología ni conocen los orígenes del cristianismo. Sus convicciones religiosas no están basadas en reflexiones intelectuales de ningún tipo, sino que las han heredado de la familia y del entorno. “La familia y la escuela son los dos grandes pilares que ayudan a propagar el virus de la religión en la sociedad (…) En la infancia, cuando las mentes están más abiertas y son más moldeables, es cuando resulta más sencillo inocular la creencia en Dios”, aseguran el historiador Gabriel García Voltà y el geólogo Joan Carles Marset en Probablemente Dios no existe (2009). Es más, hay muchísimos creyentes instalados cómodamente en la fe que no sienten atracción alguna por las cuestiones profundas de la vida, ni por la búsqueda de la verdad, ni por los misterios que nos rodean, ni por la reflexión filosófica, ni por el conocimiento científico y ni siquiera por el inmenso placer que produce observar el firmamento en todo su esplendor, algo que hace sentirnos seres insignificantes ante el inmenso universo sobre el que ignoramos tantas cosas (hay algo de misticismo en todo eso y no me resulta nada extraño que Nietzsche dijera: “Soy místico y no creo en nada”). En fin, se consideran personas de fe porque asisten de vez en cuando a misa, salen a ver las procesiones de Semana Santa y rezan con relativa frecuencia, pero realmente viven muy alejados de la espiritualidad. Ni siquiera se preocupan por el bienestar de sus semejantes. La fe en Dios no les convierte en seres virtuosos y sabios. Y es que no se necesita ninguna fe para saber elegir el amor en vez del odio, la justicia en vez de la injusticia, la paz en vez de la violencia, la generosidad en vez del egoísmo. ¡Nadie roba o asesina por haber perdido la fe! ¡Ni nadie practica más la caridad por tener fe!... Hay muchísimas personas solidarias que no actúan motivadas por un impulso religioso, sino por ayudar humanamente a sus semejantes. Y eso sí es lo correcto. “Todas estas reglas se le ocurrieron a la gente mucho antes de cualquier contacto con las grandes religiones monoteístas, lo cual parece indicar que el conocimiento moral no surge de la revelación, sino de las experiencias de los seres humanos al vivir juntos, que les han enseñado que deben ajustar su conducta en función de los derechos de los demás”, aclara la filósofa Elizabeth Anderson en su excelente ensayo ‘Si Dios ha muerto, ¿todo está permitido?’.

Está demostrado hasta la saciedad que toda moralidad que surge de la religión es nociva y contraria a la naturaleza. No contribuye a la felicidad humana, por su carácter represivo y alienante. Resulta además incompatible con la razón y el progreso humano. Ciertamente, las normas morales que se extraen de las leyes divinas son insanas. No hay ninguna virtud especial en eso que llamamos fe, porque está visto que puede convertirse en una peligrosa arma capaz de cometer toda clase de crueldades. “Yo estoy tan firmemente convencido de que las religiones hacen daño, como lo estoy de que son falsas”, afirmó el filósofo Bertrand Russell. Suscribo sus palabras. El humanismo secular o laico sería, desde mi punto de vista, un eficaz antídoto ético para garantizar una convivencia pacífica y tolerante, para compartir un sentido de responsabilidad moral y social, y para mitigar los dañinos efectos que produce el fanatismo religioso, que ahora más que nunca se ha convertido en una grave amenaza para la supervivencia humana. El filósofo Michel Onfray nos ofrece la solución al problema: “Deconstruir los monoteísmos, desmitificar el judeocristianismo -también el Islam, por supuesto-, luego desmontar la teocracia: éstas son las tres tareas inaugurales para la ateología. A partir de ellas será posible elaborar un nuevo orden ético y crear en Occidente las condiciones para una verdadera moral poscristiana donde el cuerpo deje de ser un castigo y la tierra un valle de lágrimas, la vida una catástrofe, el placer un pecado, las mujeres una maldición, la inteligencia una presunción y la voluptuosidad una condena”. Sin duda, hace falta una moral racional y un espíritu crítico que pongan freno a la fe dogmática que todavía intenta actuar como mecanismo de control en una sociedad plural y democrática que aspira a su secularización definitiva. Hay que extirpar esa moral judeocristiana, castrante y abusiva que sigue girando en torno a viejas quimeras teológicas si queremos saborear las libertades individuales e igualdades que ofrece el laicismo y tomar conscientemente las riendas de nuestro propio destino, abandonando para siempre los ridículos temores metafísicos que han subyugado al ser humano desde la noche de los tiempos. El empeño del pensamiento ilustrado por conquistar la libertad intelectual y moral sigue vigente. Y está en juego la dignidad humana. Es momento, pues, de saber elegir: o la luz de la razón o las tinieblas de la religión. Por eso considero que el siglo XXII será ateo o no será…

lunes 4 de octubre de 2010

"LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS", DE JOSÉ A. DELGADO GONZÁLEZ

JOSÉ A. DELGADO ENTREVISTADO POR MOISÉS GARRIDO (Madrid, Feb. 2009)

Mi buen amigo José Antonio Delgado González me informa de la próxima publicación de su segunda novela. He aquí la reseña:

La novela histórica LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS, del ambientólogo, investigador, ensayista y escritor José Antonio Delgado González (Madrid, 1972), marcará un antes y un después en lo que a literatura sobre el Cristianismo y sus orígenes se ha escrito hasta la fecha. Valiéndose de sus conocimientos en Psicología Analítica y Transpersonal, adentrándose en los textos gnósticos de los primeros siglos de la era cristiana y recorriendo los pasadizos subterráneos de la Áurea catena que, desde el gnosticismo cristiano, circula a través de la Astrología, la Alquimia medieval o el simbolismo de las cartas del Tarot, José Antonio Delgado nos sumerge en una atmósfera fascinante, en la que el misterio, la "gnosis" y la Psicología Transpersonal se aúnan armónicamente, en esta sorprendente novela.

Juan, un antiguo reo, encerrado en prisión tras ser injustamente condenado por cometer un delito de violencia de género, es aceptado como discípulo por el abad de un monasterio, permaneciendo durante nueve años bajo su dirección espiritual. El abad, un sacerdote excomulgado por disentir con la autoridad emanada de la Iglesia de Roma, fue condenado a permanecer en el ostracismo, enviándolo a un monasterio apartado de las ciudades importantes. Allí, éste se convierte en su Maestro y, bajo su tutela, Juan se integra en la comunidad de los Doce, siendo iniciado en el conocimiento de los secretos mejor guardados por la Iglesia.

En el transcurso de su vida como monje, Juan aprende que ha de cuestionarse las falsas enseñanzas que la Iglesia le ha transmitido desde su infancia, como si se tratara de la última verdad sobre la Tierra. Además, y tras profundizar en la "gnosis verdadera", realiza una deconstrucción de todas aquellas falsas creencias, prejuicios e ilusiones que, tanto la religión cristiana oficial o literal, como la sociedad moderna en su conjunto, defiende como la única realidad existente.

LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS transcurre en una atmósfera de cuestionamiento filosófico de todo aquello que se ha dado por supuesto, tanto en el ámbito familiar, como en el social y el religioso; de los prejuicios en torno a lo que la sexualidad es y aporta a la vida del ser humano, etc. De tal modo que, el lector, hallará en esta novela histórica una auténtica y honesta búsqueda de la Verdad, de esa Verdad que se encuentra allende las apariencias.

Una de las innovaciones que esta obra aporta consiste en que profundiza, complementa y compensa la superficialidad de otros libros que tratan de la misma temática, amplificando algunos aspectos que han quedado olvidados, vinculando temas que han sido tratados independientemente, sin menoscabo del rigor histórico y científico y, pese a todo, utilizando un lenguaje llano y accesible a un público no especializado.

Muy probablemente, LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS tendrá una buena acogida por aquellos que comiencen a sentir ese vacío y ese sentimiento de futilidad de la vida, que se presentan en momentos de crisis existencial. Seguramente, será muy apreciado por un amplio grupo de mujeres, quienes se enfrentan a una verdadera revolución en el ámbito de su consciencia femenina; pero lo será, también, para los hombres que se hallen en el camino de la integración de su contraparte femenina, y de todos aquellos que anhelan la realización de su Ser andrógino, la religación con la chispa divina que yace en el interior del ser humano y, por consiguiente, a quienes estén interesados en la experiencia mística.

Por lo tanto, LA HERMANDAD DE LOS INICIADOS se dirige tanto a profesionales de la salud mental, como a todo tipo de público culto, incluyendo a filósofos y científicos que se encuentren en el camino de la búsqueda de la Verdad. Así también, a aquellos interesados en iniciarse en el conocimiento de la Psicología Profunda, a psicólogos humanistas, analíticos o transpersonales, a historiadores de las religiones, etc., quienes encontrarán una síntesis del pensamiento junguiano y post-junguiano.

SU PRIMERA NOVELA "ENCUENTROS EN LA OSCURIDAD"
BIOGRAFÍA

José Antonio Delgado González nace en Madrid en 1972. Licenciado en Ciencias Ambientales por la Universidad Europea de Madrid, en el año 2000 inicia las gestiones para realizar un doctorado en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid. Sin embargo, resuelve publicar los resultados de su tesis en su libro El retorno al Paraíso Perdido, y abandona el ámbito académico, sin doctorarse. En ese mismo año, se convierte en miembro colaborador de la Web de Psicología Transpersonal Odisea del Alma, conducida por Raúl Ortega. Participa activamente en divulgar las ideas de la Psicología Analítica y Transpersonal, así como en la integración de éstas y el Paradigma Sistémico. Ha publicado ensayos en prestigiosas organizaciones de Psicología, como en la Jung´s Page americana, la Fundación de Psicología Analítica de la República Argentina, o en psiquiatría.com, en ésta última en colaboración con la psiquiatra y psicoterapeuta Maribel Rodríguez Fernández, así como en la revista digital Soria y Más, dirigida por Ángel Almazán de Gracia. Es autor del libro El Retorno al Paraíso Perdido. La renovación de una cultura, publicado en el año 2004 por la Editorial Sotabur. Publicó su novela Encuentros en la oscuridad con la Editorial Nuevosescritores, a finales del 2006. En 2009 comienza el Grado de Psicología, para dedicarse a la Psicoterapia.

domingo 26 de septiembre de 2010

CELEBRO QUE HAWKING SIGA VIVO

EL EMINENTE FÍSICO TEÓRICO STEPHEN HAWKING

Tenía ganas de expresar mi opinión sobre el inesperado revuelo que hace unas semanas suscitó el físico británico Stephen Hawking por afirmar que “Dios no fue necesario para crear el universo”. He preferido, no obstante, aguardar a que pasara de largo el huracán mediático originado por dichas declaraciones, que han sido consideradas de “atrevidas”, “irrespetuosas”, “oportunistas”, “provocadoras”… (?). Me ha llamado poderosamente la atención, tras leer lo que se ha publicado al respecto, la reacción tan desmedida que aún hoy despierta el hecho de que un personaje de renombre, sea científico o no, cuestione o niegue públicamente la existencia de Dios. Para que luego vociferen algunos desinformados que la ideología dominante es el ateísmo (como bien apunta el sociólogo Phil Zuckerman, “en muchas sociedades, ser ‘ateo’ estigmatiza. Incluso quienes afirman explícitamente que no creen en Dios, procuran no autodenominarse ‘ateos’”). Parece que la libertad de expresión sólo es permitida para determinados asuntos. Otros, todavía llevan el sello de ‘intocables’ o ‘sagrados’, nunca mejor dicho. Por desgracia, hay todavía demasiados prejuicios religiosos a nuestro alrededor. Y el ateísmo sigue estando muy mal visto, sobre todo porque defiende la laicidad, el librepensamiento y el espíritu crítico. Naturalmente, eso no interesa en absoluto a la hora de mantener cohesionada y bajo control a la sociedad, como siempre han pretendido los representantes de Dios en la Tierra, que han actuado muchísimas veces como auténticos dominadores y tiranos. “La religión o la simple mención a Dios se convierte en una coraza que confiere a sus fieles un alto grado de impunidad mientras aquellos que no participan de creencias trascendentes ni de salvaciones eternas quedan excluidos del amparo de unas leyes que, de este modo, acaban promoviendo una concepción del mundo, una ideología y unos intereses particulares”, asegura Albert Riba, presidente de la Unión de Ateos y Librepensadores.

Lo cierto es que la mayoría de medios se han hecho eco de las airadas críticas hacia Hawking, muchas de ellas provenientes de sectores ultraconservadores, como era de prever. Las críticas no se han centrado únicamente en lo que Hawking ha dicho sobre la improbabilidad de Dios, sino que han ido mucho más lejos y hasta hay quien sin tener la más remota idea de cosmología, sin haber leído siquiera las obras de Hawking, se ha permitido cuestionar sus importantes aportaciones en dicho campo científico (no hay más que recordar sus valiosísimas investigaciones sobre los agujeros negros, la Relatividad General y la Teoría del Todo). A falta de mejores argumentos para refutar sus afirmaciones, teístas, deístas, crédulos, supersticiosos, sectarios y fanáticos del ámbito religioso han preferido ridiculizarle e insultarle. Por enésima vez, sale a relucir la falacia ad hominen: si Hawking se ha equivocado en algunas de sus predicciones científicas, entonces no es de fiar, por tanto, lo que haya afirmado ahora no puede tomarse en consideración (¡como si se hubiera equivocado siempre o su opinión como reputado científico no mereciera la pena!). ¿Acaso su puesto como titular de la cátedra Lucasiana de Matemáticas en la Universidad de Cambridge, el mismo que ocupó Newton, le tocó en una tómbola? ¿Es que le concedieron el premio Albert Einstein, una distinción tan prestigiosa en física como el Nobel, por estar postrado en una silla de ruedas a causa de su esclerosis lateral amiotrófica?... No olvidemos que Hawking está considerado el físico teórico más brillante después de Einstein. También se ha asegurado que buscaba publicidad para su nuevo libro The grand design (El gran diseño), publicado el pasado 9 de septiembre. Las malas lenguas dicen que ha conseguido su propósito publicitario gracias a sus controvertidas declaraciones. Y yo me pregunto: ¿Acaso es delito publicitar un libro? ¿Es que no lo hacen quienes escriben libros para defender la existencia de un ser supremo que nadie ha visto? ¿Es lícito reprochar a Hawking que sea un científico famoso y que por tal motivo venda más libros que otros? ¿No será más bien que los medios han destacado ese llamativo titular por encima de cualquier otra cuestión abordada en su nueva obra?... Muchas de las críticas han sido tan patéticas que a veces no he podido evitar la risa. Otras, me han provocado estupor, pues incluían comentarios tan reprobables como: “Hawking debería morir quemado en la hoguera como hacía la inquisición con los herejes que cuestionaban los dogmas teológicos”. Ya he hablado en este blog de los efectos dañinos que puede ocasionar esa peligrosa droga llamada fe. Como aseguró el físico y premio Nobel Steven Weinberg: “La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin ella, hay buena gente haciendo buenas obras y mala gente haciendo malas obras. Pero para que la buena haga cosas malas se necesita la religión”.

EL LIBRO DE LA POLÉMICA

Hawking tampoco ha dicho nada que no sepamos desde Laplace (1749-1827). Este matemático y astrónomo fue autor del revolucionario Tratado de mecánica celeste. Se cuenta que Napoleón le preguntó qué papel jugaba Dios en sus investigaciones sobre el Sistema Solar. La respuesta de Laplace fue clara y contundente: “Sire, no necesito esa hipótesis”. Me parece muy interesante lo que al respecto señala el físico Antonio Fernández-Rañada en su documentada obra Los científicos y Dios (2008):

“Ciertamente el uso de Dios como tapagujeros ha contribuido mucho al desgaste de la religión por la ciencia, porque muestra a un Dios receloso que se esconde en el menguante y resbaladizo terreno de lo que el hombre no ha podido explorar todavía. Es un discurso absolutamente rechazable. La respuesta de Laplace sería también la de muchos científicos creyentes, pues el intento de usar a Dios como tapagujeros le degrada a una simple hipótesis científica innecesaria”.

Sinceramente, no sé a qué viene tanto escándalo con las declaraciones de Hawking (esencialmente las considero agnósticas más que ateas, pues no hay una negación explícita de la existencia de Dios). “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el Universo pudo crearse a sí mismo -y de hecho lo hizo- de la nada. La creación espontánea es la razón de que exista algo, de que exista el Universo, de que nosotros existamos”, afirma en su nueva obra, en la que deja muy claro que “no es necesario invocar a Dios para que encienda la luz y eche a andar el Universo”. Manifestaciones que, de una manera o de otra, ya viene haciendo desde hace veinte años. Releyendo estos días su fundamental obra Breve historia del tiempo (1988), me topo con las reveladoras palabras introductorias del astrónomo Carl Sagan, que vienen muy al hilo de la actual polémica:

“(…) También se trata de un libro acerca de Dios… o quizás acerca de la ausencia de Dios. La palabra Dios llena estas páginas. Hawking se embarca en una búsqueda de la respuesta a la famosa pregunta de Einstein sobre si Dios tuvo alguna posibilidad de elegir al crear el universo. Hawking intenta, como él mismo señala, comprender el pensamiento de Dios. Y esto hace que sea totalmente inesperada la conclusión de su esfuerzo, al menos hasta ahora: un universo sin un borde espacial, sin principio ni final en el tiempo, y sin lugar para un Creador”.

En el capítulo titulado ‘El origen y el destino del universo’, Hawking menciona una conferencia sobre cosmología organizada por los jesuitas en el Vaticano en 1981. Él asistió al acto y cuenta la siguiente anécdota:

“Al final de la conferencia, a los participantes se nos concedió una audiencia con el Papa. Nos dijo que estaba bien estudiar la evolución del universo después del Big Bang, pero que no debíamos indagar en el Big Bang mismo, porque se trataba del momento de la Creación y por lo tanto de la obra de Dios. Me alegré entonces de que no conociese el tema de la charla que yo acababa de dar en la conferencia: la posibilidad de que el espacio-tiempo fuese finito pero no tuviese ninguna frontera, lo que significaría que no hubo ningún principio, ningún momento de Creación. ¡Yo no tenía ningún deseo de compartir el destino de Galileo, con quien me siento fuertemente identificado en parte por la coincidencia de haber nacido exactamente 300 años después de su muerte!”.

A finales de 1992, Hawking fue entrevistado por la periodista Sue Lawley para su exitoso programa radiofónico de la BBC Discos de la isla desierta. Sue le preguntó casi al final de la entrevista si había prescindido de Dios por considerar que el universo existe por sí mismo. Hawking respondió:

“Todo lo que mi trabajo ha demostrado es que no hay que decir que el modo en que comenzó el universo se debió a un capricho personal de Dios. Pero subsiste esta pregunta: ¿por qué se molestó el universo en existir? Si quiere, puede definir a Dios como respuesta a tal interrogante”.

¿Fue Hawking excesivamente prudente y no quiso afirmar por aquel entonces que Dios está de más en un universo que no tuvo comienzo y no tendrá final? Es posible. Pero también puede ser que ahora tenga las cosas más claras que hace veinte años y se muestre más tajante en sus conclusiones.

LA OBRA MÁS CÉLEBRE DE HAWKING

Hawking nos habla de un universo que no tuvo límites en el comienzo, siendo pues una totalidad en sí mismo. Al autogenerarse, es obvio que la causa de su origen es el universo mismo. Por tanto, no hay necesidad de una causa externa y no contingente (Dios), en contra de lo que sostenía Leibniz en su conocido argumento cosmológico. “Según la física actual y, más concretamente, según la cosmología del Big Bang, no hay ningún momento inicial t = O. De haber habido un instante primigenio como ése, el universo se encontraría en un estadio imposible porque todo el universo espacialmente tridimensional existiría en un punto que carecería de dimensiones espaciales”, explica Quentin Smith, profesor de Filosofía y autor de Theism, atheism and Big Bang Cosmology (1993). Si no hay un primer instante, sino una serie de estadios cada uno causado por un estadio anterior, la existencia de dichos estadios ya implica la existencia del universo en sí. De ser así, ¿qué lugar queda para Dios?... En mi opinión, ninguno (que conste que Hawking no dice abiertamente que Dios no existe). La hipótesis de un Creador sobra en la ciencia del siglo XXI. No sirve para explicar el mundo. La falta de evidencias lo hace completamente innecesario y debe relegarse exclusivamente al mundo de la fe, desprovisto de todo fundamento racional. Hoy podemos decir con plena tranquilidad que existen buenas razones científicas para negar la existencia de Dios. Basta con aplicar la navaja de Occam. En su excelente obra La religión ¡vaya timo! (2009), Gonzalo Puente Ojea lo resume así: “Tanto la cosmología científica como las neurociencias de signo fisicalista desmienten sin reservas toda cosmovisión sobrenaturalista, confesional o no. El naturalismo expresa la inmanencia de todo intento de explicar el mundo”. Es hora, pues, de reconocer la incompatibilidad entre la ciencia y la religión -hablan dos lenguajes totalmente opuestos-, por mucho que algunos tozudos pretendan defender lo contrario (intentando inútilmente conciliar razón y fe). “El diálogo entre ciencia y religión es imposible”, afirma el Nobel de Química Christian de Duve. Estoy totalmente de acuerdo con él. Y también con el historiador Gabriel García Voltá y el geólogo Joan Carles Marset, autores de Probablemente Dios no existe (2009): “La principal diferencia del conocimiento científico con el mal llamado conocimiento religioso es que éste no está sometido a revisión ni puede evolucionar, porque se basa en la revelación. Y Dios no se equivoca, o al menos eso pretenden algunos de sus apologistas”. ¿Acaso la narración del Génesis bíblico tiene algo que ver con lo que hoy sabemos gracias a disciplinas como la cosmología, la genética y la biología evolucionista?... Por eso considero tremendamente ilegítima la pretensión de Juan Pablo II, expresada en su encíclica Fides et ratio (1998), de aunar fe y razón (¿hay algo más irracional que la fe?). Fue un vano intento, máxime si leemos en el susodicho texto lo siguiente: “Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad”. ¡Menuda falacia quiso vendernos! Incluso su sucesor Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate (2009), sigue utilizando esa misma estrategia en su afán por frenar el avance del laicismo en Occidente, que está socavando a pasos agigantados los cimientos de la perniciosa y cada día más desacreditada fe cristiana. ¡Lo lleva claro si pretende que regresemos a la Edad Media!...

La realidad es que cada vez quedan menos huecos en el conocimiento científico para colocar a Dios, que al final no ha sido más que un recurso fácil y bastante inútil (además de un gran obstáculo para el progreso humano y una justificación para las atrocidades cometidas por las religiones). Según Hawking, la ciencia va arrinconando a Dios conforme aumenta su conocimiento de la naturaleza (“la ignorancia es la madre de la devoción”, sentenciaba el filósofo David Hume). Hoy sabemos que la Tierra no es el centro del universo. Ni somos el rey de la creación. Es más, habitamos una minúscula mota de polvo que orbita en uno de los innumerables sistemas solares que hay esparcidos por el cosmos, cuya antigüedad se calcula en casi 14.000 millones de años. Y nosotros, los seres humanos, no somos más que un producto de millones de años de evolución biológica, supeditada al azar y a la selección natural. Así pues, la visión ofrecida por la teología sobre el universo y la vida se ha ido derrumbando estrepitosamente (en el siglo XVII, el arzobispo anglicano James Ussher calculó, basándose en las cronologías bíblicas, que la creación del mundo se produjo exactamente el 23 de octubre del año 4004 a.C., ¡menuda precisión científica!). Pues sí, la teología ha pisado un terreno que no le pertenecía. Pero la ciencia lo fue recuperando gracias a su afán de comprender el mundo a través del conocimiento exhaustivo de la realidad, algo que sólo se logra mediante el uso de la razón. “El origen de este universo es una cuestión científica, específicamente un problema de física”, sostiene el físico estadounidense Victor J. Stenger, dejando claro que la religión no tiene la última palabra en semejante asunto. Por consiguiente, aquello que todavía ignoramos sobre nuestro universo -que es mucho- no debería empujarnos a buscar explicaciones mágicas o trascendentes. “Si hay algo que está más allá del mundo natural tal y como hoy imperfectamente se conoce, esperamos conocerlo finalmente e incluirlo dentro de ese mundo natural”, afirma el biólogo y ateo militante Richard Dawkins en su célebre obra El espejismo de Dios (2006), quien por cierto ha felicitado a Hawking por sus valientes manifestaciones.

LO QUE SABEMOS DEL COSMOS SE DEBE A LA CIENCIA, NO A LA RELIGIÓN

Si su objetivo principal, más que ser consecuente con la verdad científica, hubiese sido querer vender libros para ganar mucha pasta, Hawking habría empleado otra fórmula más exitosa: hablar de Dios positivamente. Es decir, sugerir que es una posibilidad a tener en cuenta. Hay científicos que lo hacen sin el menor pudor, e incluso incluyen el término ‘Dios’ en el título de sus obras (un ejemplo es La mente de Dios, del físico Paul Davies), a veces con el propósito de conseguir el suculento Premio Templeton (precisamente Davies lo obtuvo en 1995), otorgado a quienes contribuyen a través de sus investigaciones a apoyar la posibilidad de que exista una realidad trascendente o espiritual (el premio supera actualmente el millón de euros). Por cierto, esos libros sí que terminan vendiéndose como rosquillas.

Las sólidas explicaciones que hoy ofrece la ciencia para comprender el origen del universo y de la vida desde un enfoque estrictamente inmanentista y a través de la verificación empírica, irrita a sus adversarios que ven cómo sus caducas interpretaciones sobrenaturalistas quedan en entredicho. Ahí están los creacionistas defendiendo todavía la indemostrable teoría del ‘diseño inteligente’ que pretenden hacer pasar por científica. ¡Esos descerebrados sí que realizan feroces campañas propagandísticas y pisotean el rigor y la honestidad científica a costa de conseguir sus objetivos! Como señala el filósofo Christopher Hitchens en Dios no es bueno (2007): “El creacionismo o argumento del ‘diseño inteligente’ (su única inteligencia reside en su solapada redenominación de sí mismo) no es ni siquiera una teoría. Pese a toda su bien financiada propaganda, jamás ha tratado siquiera de demostrar cómo un solo pedazo de la naturaleza se explica mejor mediante el ‘diseño’ que mediante la competencia evolutiva. Por su parte, de disuelve en tautologías pueriles”.

Afortunadamente, ya no se persigue a los científicos para ejecutarlos en nombre de Dios. Por eso celebro que Hawking siga vivo, a pesar de que muchos fanáticos religiosos quisieran verlo morir como lo hizo el astrónomo Giordano Bruno tras ser condenado por la Inquisición: quemado a fuego lento.

viernes 17 de septiembre de 2010

EL PAPA COMPARA EL ATEÍSMO CON EL NAZISMO

JOSEPH RATZINGER, MIEMBRO DE LAS JUVENTUDES HITLERIANAS

Benedicto XVI, el jefe de la secta vaticana e infame encubridor de curas pederastas, ha tenido la poca vergüenza de comparar el “ateísmo radical” con el nazismo. Eso ha dicho en su fracasada visita a Reino Unido, tratando a la desesperada de luchar contra el secularismo, captar adeptos y ganar la simpatía de los británicos en la hora más oscura que, sin duda, está viviendo la Iglesia católica en sus dieciséis siglos de existencia. ¿Ateísmo radical? ¿Qué significa eso?... Para radicalismo el de la Iglesia a lo largo de la historia. Recordemos la inquisición, las cruzadas, la persecución de científicos, la caza de brujas, la quema de libros, la infalibilidad papal, la férrea dogmática, la misoginia, la homofobia, etc. No es posible definir lo que ha sido la Iglesia sin mencionar su postura siempre intolerante y reaccionaria, además de ser guarida de corruptos, viciosos y personas de nula moral (muchas veces, entre los propios papas). Y ahora va este ultraconservador pontífice, máximo dirigente de la última monarquía absoluta, y se atreve a comparar ateísmo y nazismo. ¡Menudo hipócrita! Él, que se enroló en 1941 en las Juventudes Hitlerianas. Él, que es gerifalte de una institución que firmó el 20 de julio de 1933 un concordato con el régimen nazi dando así legitimidad moral y bendición a Hitler en sus crueles objetivos antisemitas. El propio Hitler afirmó: “Este concordato nos hará beneficiarios de un clima de confianza que nos va a ser muy útil en nuestra lucha sin cuartel contra el judaísmo internacional”. Si algo hay que comparar entonces es Iglesia y nazismo. ¿Acaso el Vaticano no ayudó a escapar a criminales de guerra nazis hacia Latinoamérica? ¿Acaso Pío XII no tuvo una profunda admiración hacia el Führer, al que deseó un gran triunfo en su despiadada cruzada?... Ni siquiera tuvo la valentía de condenar el Holocausto, de ahí que muchos le acusen de complicidad con el III Reich. “El retraso y la debilidad de las medidas tomadas por el Vaticano se deben, también -o sobre todo- a otro elemento: el tradicional antijudaismo de la Iglesia y del mundo católico, que desde hacía mucho tiempo atribuía a los judíos los 'males' de la modernidad e, incluso, la descristianización del mundo contemporáneo. Por ello, en los años treinta, la Santa Sede no continuó su condena del racismo nazi con una reprobación análoga de las leyes antijudías adoptadas por otros países. La Iglesia consideraba legítimo que una sociedad se defendiera 'del peligro judío', aunque fuera con medidas discriminatorias"
, asegura el periodista italiano Giovanni Belardelli.

FIRMA DEL CONCORDATO ENTRE LA SANTA SEDE Y EL RÉGIMEN NAZI

Benedicto XVI parece olvidar la feroz persecución de judíos iniciada por la Iglesia en España a partir de 1391 -que desembocó en la creación del Santo Oficio de la Inquisición en 1478 para acabar con la herejía judaizante-, algo que es fácilmente comparable con lo que siglos después hicieron los nazis. Y es que el antisemitismo profesado por la Iglesia durante siglos no tiene nada que envidiar al de Hitler y sus secuaces. Jaime Contreras, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Alcalá de Henares, se pregunta: “¿Pueden trazarse paralelismos históricos entre el rechazo de asimilación de los judíos en los tiempos inmediatamente pre-inquisitoriales, antes de la famosa expulsión de 1492, y el antijudaísmo en la Alemania nazi?”. La respuesta es obvia: SÍ. Y como prueba de esa sacrosanta alianza que existió entre la Iglesia y los nazis, citemos las palabras del obispo Buchberger de Regensburg: “El Führer y el gobierno han hecho todo cuanto es compatible con la justicia, el derecho y el honor de nuestro pueblo para preservar la paz de nuestra nación”. Y también las que dirigió el obispo Kaller de Ermland a sus feligreses: “Con la ayuda de Dios pondréis vuestro máximo empeño por el Führer y el pueblo y cumpliréis hasta el final con vuestro deber en defensa de nuestra querida patria”.

Concluyo con el irónico comentario del escritor colombiano Fernando Vallejo en su recomendable obra La puta de Babilonia (2007):

“Y hoy, después de todo lo anterior, con hondo dolor teológico que le brota de lo más profundo de su ser pregunta Ratzinger en pleno Auschwitz: ‘¿Por qué permitiste esto, Señor?’ ¡Claro que Dios existe! Tiene que existir para que exista infierno a donde se vaya a quemar este asqueroso. Ésta es mi ‘prueba Ratzinger’ de la existencia de Dios”.

¿Ateísmo = Nazismo? Jajaja… Veremos cuántas sandeces más pronunciará este patético papa durante su periplo pastoral por Reino Unido. Ante tanta indiferencia que su visita ha provocado, de alguna manera tiene que llamar la atención.

lunes 6 de septiembre de 2010

BARÓN D'HOLBACH: UN ILUSTRE ILUSTRADO

BARÓN D'HOLBACH

Cuando nos referimos a la Ilustración -período histórico circunscrito al siglo XVIII que se caracterizó por su confianza en la razón, una vez liberada de la tutela religiosa[1]- nos viene a la mente filósofos como Voltaire, Diderot, Hume, Kant, Rousseau, etc., que, sin duda, fueron sus máximos representantes, al menos según la historiografía oficial. Sin embargo, existieron otros filósofos que encarnaron, mucho más si cabe, el verdadero espíritu ilustrado, el ‘ideal de las Luces’, pese a que no han tenido un merecido reconocimiento por parte del establishment académico, tan presto siempre a difundir el pensamiento idealista y a silenciar el materialista[2]. En este sentido, cabe destacar a Paul-Henri Thiry, más conocido como Barón D’Holbach. El filósofo Michel Onfray, en su magnífico Tratado de Ateología[3], se refiere a él del siguiente modo: “¡Divino Holbach! La pasión atea de este filósofo es considerable. Pulveriza los melindres deístas de Rousseau, las comedias anticlericales de Voltaire, defensor de la religión para el pueblo, y las dudas de Diderot sobre Dios”. Efectivamente, muchos de los filósofos ilustrados, que tanto defendieron la razón y el conocimiento científico, y que lucharon con firmeza contra la intolerancia religiosa y en pro de las libertades, fueron incapaces de desprenderse del todo de la nefasta influencia teológica, en suma, de la abyecta y ridícula idea de Dios, llegando a considerar el ateísmo como algo inmoral (téngase en cuenta que la gran mayoría de aquellos filósofos fueron deístas[4], no ateos). Es el caso de Voltaire, quien en su célebre Diccionario Filosófico (1764) arremete de esta forma contra los ateos: “El ateísmo es un monstruo pernicioso para los que gobiernan; también lo es para la gente estudiosa, aunque su vida sea inocente, porque desde su estudio pueden influir en los que ostentan cargos públicos; aunque no es tan funesto como el fanatismo, casi siempre es fatal para la virtud (…) Si hay ateos ¿a quién se debe sino a los tiranos, compradores de almas, que revelándonos contra sus tropelías, fuerzan a algunos espíritus débiles a negar al Dios que esos monstruos destrozan?”. El ateísmo no es nada de eso. Al contrario, promueve la tolerancia y la virtud. El propio Holbach aclara perfectamente qué es un ateo: “Es un hombre que destruye quimeras dañinas para el género humano, para hacer volver a los hombres a la Naturaleza, a la experiencia y a la razón”. Pero antes de profundizar en sus dos grandes obras ateístas, expondré unos breves datos biográficos para aproximarnos al personaje que nos ocupa…

Holbach nació en 1723 en Edesheim, pequeño pueblo del Palatinado, región alemana fronteriza con Francia. Tras estudiar en París y en Leyden (Holanda) -foco del pensamiento liberal y laico-, en 1749 se instala definitivamente en la capital parisina donde reside hasta su muerte, acaecida en 1789, meses antes de comenzar la Revolución Francesa. Su buena posición económica, gracias a la inmensa fortuna que heredó de su tío Franz Adam Holbach -además de su título nobiliario-, le permitió dedicarse de lleno a su gran pasión: la filosofía. En su mansión de la rue Royale-Saint-Roch de París, congregaba semanalmente -los jueves y los domingos para ser más exactos- a los grandes intelectuales y filósofos del momento, preferentemente a los ‘enciclopedistas’ (por allí desfilaron con asiduidad Diderot, D’Alembert, Rousseau, Voltaire, Hume, Buffon, Helvétius, Condillac, Beccaria, etc.). Su hospitalidad no conocía límites, pues sus salones también acogieron a científicos, juristas, políticos, literatos, artistas… Esas tertulias fueron bautizadas por Rousseau como el ‘club holbáquico’. “Se solían reunir entre quince y veinte personas amantes de las artes y del espíritu y se servía un excelente vino y un excelente café en unas reuniones donde dominaba la simplicidad de maneras y la alegría y que empezaban a las dos de la tarde y se prolongaban hasta las ocho (…) Los teístas y ateos defendían sus posiciones en casa del barón rodeados por el espíritu de la tolerancia”, afirma Agustín Izquierdo, doctor en Filosofía por la Universidad Complutense y autor del libro La filosofía contra la religión
[5].

PORTADA DE LA ENCYCLOPÉDIE DE DIDEROT

Holbach aportó mucho a la monumental Encyclopédie de Diderot (colaboró con 376 artículos sobre filosofía, física, química, geología, medicina, mineralogía, metalurgia…). Y también la respaldó económicamente. “Con la amistad y el apoyo de Diderot, y con su fortuna a disposición del proyecto, Holbach se constituyó en una especie de ‘gerente’ del grupo, o de ‘promotor’. Y, simultáneamente, puso su información y su pluma al servicio de la batalla de los filósofos”, aclara José Manuel Bermudo, profesor de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad de Barcelona. Entre 1760 y 1780 mantuvo una intensa labor literaria, redactando y traduciendo las principales obras antirreligiosas y ateístas (también panteístas[6] y deístas) del momento. Por otra parte, sus acciones filantrópicas fueron notorias. Él mismo declaró: “Soy rico, pero no veo en la fortuna más que un instrumento para obrar el bien con mayor prontitud y eficacia”. Destacó asimismo por combatir los prejuicios religiosos y políticos, haciendo especial hincapié en la necesidad de erradicar toda superstición, fuente de constantes temores e injusticias. El hombre inventa potencias celestiales para mitigar los miedos que nacen de la ignorancia. Para fundamentar su materialismo ateo, Holbach se basó en el conocimiento científico y en una visión racional del mundo. Para él sólo existía una realidad: la materia, que es eterna y está en permanente movimiento. No hay lugar para lo trascendente. No hay un creador divino ni providencia que valga. Sólo existe la naturaleza, que es autosuficiente, con sus leyes inmutables de causas y efectos (nada se produce por azar), y los seres vivos que formamos parte de ella (sugirió que la moral debería estar basada en las leyes naturales y no en ficticios presupuestos sobrenaturales). Más allá del mundo sensible, de lo inmanente, no hay nada. No existen causas finales ni intencionalidad en el universo. “Reconozcamos, pues, que la materia existe por sí misma, que actúa por su propia energía y que no se aniquilará jamás. Digamos que la materia es eterna y que la Naturaleza ha estado, está y estará siempre ocupada en producir, destruir, hacer y deshacer, seguir las leyes que resultan de su existencia necesaria”, aseguró el filósofo.

“Holbach simboliza el umbral máximo de radicalismo filosófico del que fue capaz un sector de la burguesía, en oposición completa al feudalismo”, señala el filósofo Pascal Charbonnat. Así es. Su ateísmo absoluto y su militancia anticlerical -esenciales, en su opinión, para instaurar un sistema ético razonable que garantice la felicidad de los hombres, algo en lo que las religiones han fracasado estrepitosamente- contrastaba con el teísmo y el deísmo que compartían la mayoría de los filósofos ilustrados, de ahí que fuera considerado el gran impulsor de las ideas ateas en la Europa del Siglo de las Luces. “Holbach sobrepasa en abundancia, amplitud y sistematicidad la obra de otros pensadores materialistas de la época, como Fontenelle, La Mettrie o Fréret. Lo que estos habían esbozado a duras penas en cortos opúsculos, en la obra del barón es materia de voluminosos tratados, en los que se esfuerza por dar unidad a su pensamiento y sienta las bases de la explicación antropológica y psicológica del origen de la religión”, explica Josep Lluís Teodoro, doctor en filología clásica y profesor asociado de la Universidad de Valencia. Holbach escribió muchos libros, pero los principales fueron: El cristianismo al descubierto (1761) y Sistema de la Naturaleza (1770)
[7]. Esta última obra, en la que exponía ampliamente su punto de vista materialista y mecanicista, pronto se convirtió en la más destacada del pensamiento ilustrado. Provocó una gran conmoción en aquellos países donde fue publicada, pues no sólo en Francia vio la luz, sino también en Alemania, Inglaterra, España e incluso Estados Unidos. Como era de prever, fue condenada por el clero en su mismo año de publicación, siendo incluida en la lista negra del Index librorum prohibitorum. El Parlamento de París también la prohibió el 18 de agosto de 1770, ordenando que fuera quemada públicamente (afortunadamente, se requisaron escasos ejemplares). Para evitar riesgos, Holbach publica sus obras bajo pseudónimo o de forma anónima (su Sistema de la Naturaleza lo firmó con el nombre de M. Mirabaud). ¿Por qué dicha obra desató tanto recelo, incluso del rey Federico II de Prusia?... Porque en ella, su autor no se anduvo con rodeos. Su radicalismo y estilo incisivo no dejaron indiferente a nadie. Atacó sin compasión las creencias religiosas. Desacralizó lo sobrenatural. Deconstruyó de un plumazo mitos y supersticiones, que convierten a los hombres en esclavos temerosos. E hizo de la razón el arma más eficaz para derrotar la ignorancia, la gran culpable de que se propague por el mundo tantas imposturas teológicas y metafísicas. “Observo por doquier a hombres más astutos e instruidos que el vulgo, al que engañan mediante encantamientos y deslumbran con obras que cree sobrenaturales, pues ignora los secretos de la naturaleza y los recursos del arte”, sostuvo.

EL CRISTIANISMO AL DESCUBIERTO

“Es completamente opuesto a mis principios. Este libro conduce a un ateísmo que detesto”, dijo Voltaire refiriéndose a la obra El cristianismo al descubierto. No podía sospechar que fue escrita por su buen amigo Holbach, pues fue atribuida al ‘difunto señor Boulanger’, otro pseudónimo empleado por el anfitrión de los filósofos. El libro se difundió de forma clandestina, pero tuvo una enorme repercusión. Su autor afirmó tajantemente que las religiones son nocivas para los hombres, pues no tienen la menor utilidad -destacó el carácter asocial del cristianismo- y encima fomentan la ignorancia, excluyendo la razón y la experiencia. (La religión) me parece perjudicial para el bienestar del Estado, hostil al progreso del espíritu humano y opuesta a la sana moral”, escribió Holbach en el prefacio de su obra. Alcanzar el reino celestial que propone el cristianismo no es nada fácil. Para purificar el alma, se requiere sacrificio y penitencia, mortificar la carne y renunciar a los placeres. O sea, amar el dolor. Para colmo, el infierno y el castigo eterno aguardan a los pecadores. ¿El mejor antídoto contra semejantes quimeras?: el ateísmo, cuyo fin no es otro que desterrar el miedo y la ignorancia. “La fe prohíbe la duda y el examen, priva al hombre de la facultad de ejercer su razón y de la libertad de pensar […] La fe es una virtud inventada por los hombres que temían las luces de la razón, que quisieron engañar a sus semejantes para someterlos a su propia autoridad y que trataron de degradarlos con el fin de ejercer su poder sobre ellos”, sentencia.

Las reacciones no se hicieron esperar. El abate Bergier, enemigo del ideario ilustrado, escribió un libro de más de 800 páginas bajo el título: Apologie de la religión chrétienne contre l’auteur du Christianisme dévoilé (1769). Pretendió desacreditar de ese modo el contenido ateísta, anticlerical y antirreligioso de El cristianismo al descubierto. Pero el genial Holbach demostró bastante soltura en el manejo de los textos bíblicos, encontrando flagrantes contradicciones y errores que desmontan ipso facto la presunción de que la Biblia está inspirada por Dios. Fue redactada por hombres y además pésimamente. “¿Acaso los hombres no son propensos a engañarse a sí mismos y a engañar a otros? ¿Cómo saber entonces si se puede confiar en los testimonios de esos portavoces del cielo? ¿Cómo saber si no han sido víctimas de una imaginación demasiado viva o de alguna ilusión?”, se pregunta Holbach. Para el filósofo ateo, el Evangelio es una novela repleta de narraciones ficticias y disparatadas. Un plagio en toda regla de antiguas leyendas paganas. “No hay que extrañarse si vemos a los judíos y a los cristianos que los sucedieron imbuidos de nociones tomadas de los fenicios, magos o persas, griegos y romanos”, asegura. Y Jesús no fue más que un simple charlatán, un fabulador que anunció profecías que jamás se cumplieron y que dictó preceptos imposibles de cumplir. “El fanatismo y el entusiasmo son la base de la moral de Cristo -afirma-. Las virtudes que recomienda tienden a aislar a los hombres, sumirlos en un humor sombrío y convertirlos a menudo en dañinos para sus semejantes. Aquí abajo hacen falta virtudes humanas”. Además, su presunta muerte expiatoria no sirvió de nada. La redención del género humano ha sido un tremendo fiasco. El mal sigue causando estragos en el mundo y nada ha mejorado desde la época de Jesús.

Holbach se extraña de la falta de conocimientos y de interés que el devoto tiene sobre su propia religión. Cree por inercia, porque es lo que le han inculcado desde su infancia por pura costumbre. “El medio más seguro de engañar a los hombres y perpetuar sus prejuicios es engañarlos desde la infancia”, declara. Pero cuando llega la edad adulta, el creyente no se molesta en averiguar las razones de su fe ni se pregunta si tiene algún sentido las creencias que defiende con tanto ahínco:

“La mayoría de los hombres sólo aman su religión por costumbre. Jamás han examinado seriamente las razones que les ligan a ella, los motivos de su conducta y los fundamentos de sus opiniones. Lo que les parece más importante fue siempre aquello en lo que más temieron profundizar. Siguen los caminos que sus padres les han trazado, creen porque se les ha dicho desde la niñez que se debe creer, esperan porque sus antepasados han esperado, se estremecen porque sus antecesores se han estremecido, y casi nunca se han dignado cuestionarse los motivos de su creencia”.

Respecto a la moral cristiana, Holbach tiene claro que no es la más aconsejable para la convivencia pacífica entre los hombres:

“La religión cristiana, que se vanagloria de prestar un apoyo inquebrantable a la moral y ofrecer a los hombres los motivos más poderosos para encaminarlos hacia la virtud, fue para ellos fuente de división, furia y crímenes. Bajo el pretexto de traer la paz, la religión trajo sólo cólera, odio, discordia y guerra […] La religión cristiana no posee el derecho de vanagloriarse de los beneficios que procura a la moral o a la política. Arranquémosle el velo con que se cubre, remontémonos a su origen, analicemos sus principios, sigámosla en su camino y encontraremos que, fundada en la impostura, la ignorancia y la credulidad, no ha sido ni será jamás útil sino para hombres interesados en engañar al género humano; que nunca cesó de causar los peores males a las naciones y que, en lugar de la felicidad prometida, sólo sirvió para embriagarlas de furor, anegarlas en sangre, sumirlas en el delirio y el crimen y hacerles desconocer sus verdaderos intereses y sus deberes más sagrados”.

A lo cual añade:

“Desde la fundación del cristianismo vemos enfrentarse a diferentes sectas, vemos a los cristianos odiarse, dividirse, perjudicarse y tratarse recíprocamente con la crueldad más refinada […] La religión, que presumía de traer la concordia y la paz, desde hace 18 siglos ha causado más estragos y ha hecho derramar más sangre que todas las supersticiones del paganismo […] El espíritu de persecución y la intolerancia son propios de una religión que se cree emanada de un Dios celoso de su poder y que ha ordenado formalmente el asesinato, cuyos partidarios han sido perseguidores inhumanos, y que, en el colmo de su cólera, no ha ahorrado la muerte ni a su propio hijo”.

Según Holbach, los milagros o prodigios son, en unos casos, fenómenos naturales cuyos principios y modo de actuar ignoramos, y en otros, fraudes orquestados por impostores para sacar tajada económica y engañar a gente ignorante y supersticiosa. Así opina al respecto:

“Los milagros han sido inventados únicamente para enseñar a los hombres cosas imposibles de creer: si se hablara con sentido común, no habría necesidad de milagros […] Los milagros no prueban nada, salvo el ingenio y la impostura de quienes pretenden engañar a los hombres para confirmar las mentiras que les han anunciado y la credulidad estúpida de aquellos a quienes estos impostores seducen […] Todo hombre que hace milagros no pretende demostrar verdades sino mentiras […] Decir que Dios hace milagros es decir que se contradice a sí mismo, que se desdice de las leyes que él mismo ha prescrito a la naturaleza y que vuelve inútil la razón humana, de la que es autor. Sólo los impostores pueden decirnos que renunciemos a la experiencia y rechacemos la razón”.

Y entre esos impostores, hallamos a los sacerdotes:

“Los sacerdotes de todas las religiones han encontrado el medio de cimentar su propio poder, sus riquezas y su grandeza en los miedos del vulgo, pero ninguna religión ha tenido tantas razones como el cristianismo para esclavizar los pueblos al clero […] Los sacerdotes se imponen por doquier a los soberanos, fuerzan a la política a plegarse a la religión y se oponen a las instituciones más ventajosas para el Estado. En todas partes, son los instructores de la juventud, a la que llenan desde la infancia de sus tristes prejuicios […] No nos extrañe: la religión de Roma fue inventada únicamente para hacer al clero todopoderoso”.

Holbach concluye que el cristianismo es perjudicial para los hombres, pues es causa de fanatismo, ignorancia, disensiones, persecuciones, guerras, masacres… No ha contribuido en absoluto a elevar la moral de los hombres, pues entre sus filas encontramos gente muy poco virtuosa, sobre todo entre la casta sacerdotal, tan dada al vicio y a la tiranía. “Si la religión cristiana es, como se pretende, un freno para los crímenes inconfesables de los hombres y ejerce efectos saludables sobre ciertos individuos, ¿son comparables estas ventajas tan extrañas, débiles y dudosas con los males visibles, seguros e inmensos que esta religión ha sembrado sobre la tierra?”, se pregunta.

SISTEMA DE LA NATURALEZA

El materialismo ateo alcanzó su plenitud con esta excepcional obra, en cuyas primeras páginas Holbach ya se dirige así a sus lectores:

“¡Desengáñate, pues, hijo de la Naturaleza!, acerca de estas relaciones ficticias que se supone existen entre tú y ese poder desconocido que la ignorancia ha creado y que el entusiasmo ha revestido de mil cualidades incompatibles. Sé razonable: he aquí tu religión. Sé virtuoso: he aquí el sendero de la felicidad. Hazte útil a los demás: he aquí el medio de complacerles y de animarles a secundar tus proyectos. No te dañes a ti mismo: he aquí lo que se debe a sí un ser razonable”.

La moral sobrenatural contradice la moral natural. No se puede construir una moral sana si se abandona la razón y se recurre a ficciones teológicas. La moral defendida por la religión, o sea, la moral de los dioses, jamás contribuye a la felicidad de los hombres, sino que los hace desgraciados y miserables. Eso queda suficientemente remarcado en Sistema de la naturaleza:
“Los hombres han sido durante demasiado tiempo las víctimas y los juguetes de la moral incierta que la religión enseña […] La moral sobrenatural no está en absoluto conforme a la Naturaleza: la combate, quiere aniquilarla, la obliga a desaparecer a la temible voz de sus dioses […] Ármate, pues, ¡oh hombre!, de una justa desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón o que te insinúan que el examen puede dañar, que la mentira es necesaria, que el error puede ser útil. Todo el que prohíbe el examen tiene intenciones de engañar”.

La razón, que siempre tuvo la experiencia por guía, nos hace distinguir lo verdadero de lo falso, lo útil de lo nocivo, nos previene de las imposturas religiosas y de las quimeras de la superstición, y nos hace erradicar los temores y prejuicios adquiridos durante la infancia.

Sobre ello, Holbach nos advierte:

“Es la ignorancia de la Naturaleza la que ha producido estas potencias desconocidas bajo las cuales el género humano ha temblado durante tanto tiempo, así como los cultos supersticiosos que han sido la fuente de todos sus males […] También es por no estudiar la Naturaleza y sus leyes, ni intentar descubrir sus recursos y sus propiedades por lo que el hombre queda estancado en la ignorancia o da pasos tan lentos e inciertos, para mejorar su suerte. Su pereza se complace en dejarse guiar por el ejemplo, por la rutina o la autoridad, antes que por la experiencia que exige actividad y por la razón que exige reflexión”.

La fe religiosa no hace humilde al hombre, sino arrogante y vanidoso, pues le hace creer que es el rey de la creación y que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Además, el hombre de fe pretende estar tocado por una gracia divina y ser poseedor de un alma inmortal. El ateísmo deconstruye semejantes falacias y nos recuerda lo insignificantes que somos a escala cósmica. Así de rotundo se expresa Holbach:

“El hombre, porción infinitamente pequeña del globo terráqueo, que no es más que un punto imperceptible en la inmensidad, cree que el universo está hecho para él y se imagina que debe ser el confidente de la Naturaleza. Se jacta de ser eterno. ¡Se dice el Rey del Universo! ¡Oh hombre! ¿No concebirás jamás que no eres más que un ser efímero? Todo cambia en el universo; la Naturaleza no contiene ninguna forma constante ¡y tú pretenderías que tu especie no puede desaparecer y debe ser exceptuada de la ley general que exige que todo se altere! […] El hombre no tiene en absoluto razones para creerse un ser privilegiado en la Naturaleza; está sometido a las mismas vicisitudes que todos los demás productos de la Naturaleza. Sus pretendidas prerrogativas no están fundadas más que sobre un error”.

Para Holbach, es necesario que el hombre se instruya y luche contra la ignorancia y la superstición, para así evitar los errores y disipar sus temores:

“Cuanto más ignorante o desprovisto de experiencia es el hombre, más es susceptible de terror; la soledad, la oscuridad de los bosques, el silencio y las tinieblas de la noche, el silbido de los vientos, los ruidos repentinos y confusos son para todo hombre que no está acostumbrado a todas estas cosas objetos de terror. El hombre ignorante es un niño a quien todo sorprende y hace temblar. Sus inquietudes desaparecen, se calma a medida que la experiencia lo familiariza más o menos con los efectos de la naturaleza; se tranquiliza en cuanto conoce o cree conocer las causas que ve actuar y en cuanto conoce los medios para evitar sus efectos […] Su ignorancia y su debilidad lo hacen supersticioso”.

Respecto a la idea que las religiones nos transmiten de Dios, la de un ser todopoderoso y misericordioso que vela amorosamente por sus criaturas y que obra siempre con suprema justicia y sabiduría, Holbach reflexiona con sentido común y nos ofrece su opinión:

“Cuando terribles cataclismos, diluvios, terremotos, devastan una gran parte del globo en que habito, ¿dónde está la bondad de este Dios, dónde está este hermoso orden que su sabiduría ha puesto en el universo? ¿Cómo discernir las pruebas de su providencia bienhechora cuando todo parece afirmar que se burla de la especie humana? ¿Qué pensar de la ternura de un Dios que nos aflige, que nos pone a prueba, que se complace en entristecer a sus hijos? […] Si Dios supera en bondad a todos los seres de la especie humana, ¿por qué no utiliza su poder infinito para hacerlos a todos felices? Sin embargo, vemos que casi nadie en la tierra tiene motivos para estar satisfecho de su suerte: por cada mortal que goza vemos millones que sufren; por cada rico que vive en la abundancia hay millones de pobres a quienes falta lo necesario. En una palabra, bajo un Dios todopoderoso, cuya bondad no tiene límites, la tierra está toda ella regada por las lágrimas de los miserables. ¿Qué contestación se da a todo esto? Se nos dice fríamente que los designios del Señor son inescrutables. En este caso, yo diría, ¿en virtud de qué derecho vais a argumentar? ¿Con qué fundamento le atribuís una virtud que no podéis penetrar? ¿Qué idea tenéis de una justicia que no se parece en nada a la del hombre?”.

Dios es un producto de nuestra imaginación. No es más que una quimera a la que hemos adornado con atributos sobrehumanos (que no son más que nuestros propios atributos pero aumentados o exagerados ad infinitum). Creemos ingenuamente que es una idea inherente a nuestro ser, pero en realidad la heredamos culturalmente, siéndonos transmitida desde nuestra más tierna infancia, para ser fortalecida luego por la tradición. Un error universal que se ha perpetuado durante milenios. Antiguamente, se pretendía con semejante idea mitigar el temor y la incertidumbre que acechaban al hombre, cuya falta de respuestas a muchos misterios que le rodeaban le empujaba a buscar explicaciones irracionales en supuestas fuerzas invisibles. Creía que la divinidad causaba todo aquello que ignoraba. Además, ante la desgracia y la desesperación, el hombre sigue encontrando hoy día consuelo en lo trascendente y por eso recurre a Dios, del mismo modo que el niño busca protección en los brazos de sus padres. ¿Qué nos dice Holbach sobre esta cuestión?:

“Las nociones de la divinidad que vemos repartidas por toda la tierra no prueban la existencia de este ser; no son más que un error generalizado, diversamente adquirido y modificado en el espíritu de las naciones, que han recibido de sus antepasados ignorantes y atemorizados los dioses que hoy adoran. Estos dioses han sido sucesivamente alterados, adornados, sutilizados por los pensadores, los legisladores, los sacerdotes, los inspirados, quienes han meditado, han prescrito sus cultos al vulgo y se han aprovechado de sus prejuicios para someterlos a su imperio o para sacar provecho de sus errores, de sus temores y de su credulidad”.

Y ya, como colofón, otro comentario de nuestro ilustre barón que suscribo en su integridad:

“Son ideas sombrías las que han hecho brotar sobre la tierra todos los cultos, todas las supersticiones más locas y crueles, todas las prácticas insensatas, todos los sistemas absurdos, todas las nociones y opiniones extravagantes, todos los misterios, los dogmas, las ceremonias, los ritos; en una palabra, todas las religiones han sido y serán siempre las eternas fuentes de alarma, discordia y delirio para soñadores llenos de bilis o embriagados de furor divino, cuyo humor atrabiliario inclina a la maldad, cuya imaginación extraviada inclina al fanatismo, cuya ignorancia les prepara para la credulidad y les somete ciegamente a sus sacerdotes; éstos, por sus propios intereses, usarán a menudo a su Dios salvaje para excitarles a crímenes y conducirles a quitar a los demás el reposo del cual están ellos mismos privados”.

Lo aquí expuesto no es más que una breve síntesis del pensamiento ateo de una de las grandes figuras de la Ilustración, a pesar de su escaso reconocimiento historiográfico (como ocurre también con otros dos grandes filósofos materialistas franceses: La Mettrie y Helvétius). En fin, les recomiendo que lean esas dos obras suyas. En la web de la editorial Laetoli podrán encontrar la oportuna información:


http://www.laetoli.net/colecciones/ilustrados/index.html

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[1] Como afirma el filósofo Eduardo Bello en su obra La aventura de la razón: el pensamiento ilustrado (Akal, 1997), “el Siglo de las Luces no es sino la época en la que la luz de la razón ha disipado las sombras de la superstición, del error, de la ignorancia, y ha construido en su lugar un modo de pensar alternativo que llamamos ‘pensamiento ilustrado’”.
[2] Aclaramos que cuando hablamos de ‘pensamiento materialista’ lo hacemos desde un punto de vista filosófico. El primero en introducir el término ‘materialista’ fue Robert Boyle (1627-1691) y se refirió a “la filosofía según la cual la realidad está compuesta de corpúsculos que poseen propiedades mecánicas y actúan unos sobre otros de acuerdo con leyes mecánicas expresables matemáticamente” (Diccionario de Filosofía, José Ferrater Mora). Así pues, nada que ver con la idea popular y peyorativa que se tiene del materialismo, como forma de vida basada en los intereses materiales.
[3] Edit. Anagrama, 2006.
[4] El deísmo es la creencia racional en un ser supremo que creó el universo pero que no interfiere en el orden natural e histórico. Es el dios de la filosofía, opuesto al dios de la religión revelada (teísmo).
[5] Edit. Edaf, 2003.
[6] El panteísmo es la doctrina que identifica la naturaleza con Dios. Por tanto, Dios sería el mundo. Es célebre la fórmula 'Deus sive natura' (Dios o naturaleza) de Spinoza, uno de los máximos exponentes de dicha corriente filosófica.
[7] Ambas obras han sido editadas en castellano por Laetoli, en la colección Los ilustrados.